jueves, 25 de febrero de 2010

libertad de movimiento


Siguiendo con el mundito de la regresión, hoy no he podido evitar fijarme en un chavalín que era literalmente arrastrado por su madre, mientras él no paraba de berrear ¡qué pulmones, la ostia!.
La verdad es que no me extraña que llorara, el pobre. Su madre le había encasquetao gorro y guantes de lana y chaquetón forrao para cuando uno va a visitar Siberia.
Ahí, justo ahí, ha sido cuando me he vuelto a ver yo cuando era nano, corre que te corre por casa con mi madre detrás para asearme, peinarme (no sé pa qué, acababa pareciendo un teleñeco igualmente) y ponerme el uniforme.
El uniforme, gran trauma infantil ande los haya, a nadie le gusta ir vestido con un saco de cuadros que ni para mantel sirve.
Una vez aseao, medianamente peinao y vestío, cohete en el culo, que se escapa el autocar.
A mi madre, no se le ocurrió ninguna idea mejor que mandarme a un cole que por aquellos entonces caía en Sebastopol y por ende, tenía uno que levantarse ochocientas horas antes y sufrir el trago de ser desplazao en autocar.
Tocaba hacer tooodo el recorrido, nosotros éramos creo que la parada número dos, o sea que tocaba chuparse recorrer toooda Barcelona hasta llegar al cole; hora y media de penitencia, aproximada-meng.
La tortura no hubiera o hubiese sido tal, si a la buena de mi progenitora, mujer de ideas fijas, no se hubiera enmoñao tanto en encasquetarme el puto verdugo (léase pasamontañas) y los putos guantes de lana. Total, para estar esperando en el portal de casa y pasar como una exhalación por la calle para subir al autocar en fracción de nanosegundos.
¡Qué hartura estar cubierto de lana por todas partes! ni Norit el borreguito. Y encima, aunque hubiese querido perder algo, no hubiese podido, todo estaba atao y bien atao con cintas al abrigo. Una marioneta tenía más libertez de movimiento que yo.
O sea, que cuando me subía al autocar, sólo podía sentarme y mover la cabeza de un lao a otro para saludar, las manos sujetas con las cintas y los brazos articulaos y dispuestos a 90º.

Ni cuento la dificultez que suponía moverse, el día que además de acarrear la cartera, tenía que llevar el bolsón de deporte y la puta carpeta de dibujo (cartón rígido, color marrón-mierda) que además, hacía tres veces yo; era un festival del humor.

Así que no me extraña que el pobre niño de esta mañana llorara a voz en grito.

Qué cansino, dios mío... cuando conseguía quitarme el abrigo, el gorro y los guantes, era el momento de ponerse la bata... y entonces, todavía había otra cintita colgando, esta vez era para sujetar el pañuelo (se me supone mocoso).

Un día decidí vengarme de las putas cintas y de la fijación de mi madre por sujetarlo todo, así que me propuse limpiar el patio. El pañuelo-mocador quedó tan cerdo que no hubo huevos ni de lavarlo. A partir de entonces usamos kleenex.

Qué grande el día que marujeé por el patio, y qué grande el día que me planté, todo ufano yo, para decidir que estaba hasta los mismísimos giggios de ir en autocar y conseguí de una puta vez ir en metro.
Pasé de ir inmovilizao y abrigao a ir apestao y aplastao. Gané en libertad pero no en movimiento.

Toppoliberao

Infierno Blanco

Hoy mi pareja no me ha reconocido al llegar a casa. Una tonelada de polvo blanco ha llegado a cubrirme por completo mimetizándome con sanitarios y paredes. Cual estatua de yeso, yo la miraba mientras ella miraba a través de mí. Todo empezó con una inocente mancha en la pared con la que pensaba, iba a tener asegurado mi cupo mensual de brico-aportación de manera sencilla y rápida. Pero lo que fue una mancha en la pared ha convertido nuestro baño en un desolador panorama post-apocalíptico. La parte buena es que hemos ampliado el baño, ahora ocupa el resto del salón, toallas de colores que se confunden con los cojines del sofá, apoyado en el suelo un espejo con las huellas de unas manos blancas como una original obra de arte, la pequeña lámpara industrial que ilumina a ras de suelo, el mueble metálico que bien podría ser un mueble bar que proveyera de chupitos de champú y combinados de gel y sales de baño; lo que despista un poco es la escobilla del retrete junto a la lámpara de pie. Ahora soy consciente de lo que pueden esconder las frágiles paredes de una casa antigua, anteriormente repintadas con alguna curiosa técnica que implica no tocar apenas la pared para evitar que se te venga todo encima como me ha sucedido a mí. He desnudado la historia de una pared, descubriendo sucesivos repintados que se desploman con un suspiro de resignación y grietas torpemente camufladas que amenazan con aparecer una y otra vez. Cual guerrero enmascarado he empuñado mi espátula y luchado con yeso y masilla, he mantenido el pulso, encontrado el punto de la masa, y desafiando toda irregularidad, he aplanado la pertinaz superficie. Justo antes de celebrar mi triunfo, en un último estertor de mi contrincante, me quedo con el pomo de la puerta entre mis manos cuando la corriente hace desplazar la inmensa nube de polvo al resto de la casa. Ojala hubiera aparecido el butanero (mucho-siento) en ese preciso instante para cubrir su tez tostada como a un merengue (no es nada personal).